Soy arrítmica.
Llegué a esa conclusión esta mañana.
Soy tremendamente arrítmica.
Suena estúpido y hasta incomprensible si no se añade nada
más. Podría no hacerlo y dejar que predomine la incógnita: esa palabra y lo que
cada uno quiera entender por ella. O lo que cada uno quiera imaginar a partir
de ella. Hasta podría parecer más interesante de lo que en realidad es.
Pero a todas, todas, soy arrítmica. Felizmente arrítmica,
añado.
No sé dejarme llevar por la corriente. No sé o no quiero. Quizá la terquedad
personal tenga algo que decir al respecto. Pero al final es que no sé hacerlo.
Porque no puedo o porque no quiero, pero no sé.
Tenía 6 años cuando me apuntaron a clases de natación. Y
tenía 6 años y varios días más cuando me desapuntaron. Me habían hecho ir
porque iba toda mi clase del colegio. Porque era lo que correspondía a mi edad.
Tocaba.
Tenía 9 años cuando hice la primera comunión. Porque también
tocaba. Es así, la haces porque te toca. Porque así está establecido y punto.
Tenía 11 años cuando el segundo amor de mi vida me entró por
los ojos, corrió por mis venas e impactó de lleno en mi corazón. En ese
momento, aunque sólo fuese de forma sentimental la gasolina se mezcló con mi
sangre celeste y provocó un ronroneo metálico en mi pecho. Un motor de dos
tiempos acompasado por el silbido de un balón sesgando el viento se unió para
siempre al latido de mi órgano cardíaco.
Era el año 1999 y ese segundo amor era la competición de
MotoGP. Dos españoles se habían alzado con la corona de campeones: Emilio
Alzamora en 125cc. y Álex Crivillé en 500cc. Es cierto que mucha gente se animó
a seguir “las motos” a partir de entonces motivados por las victorias
españolas. Pero no, yo tenía que volver a ser arrítmica. Si dos pilotos de la
península ganaban los títulos de dos cilindradas a mí el que me enamoraba de
ese deporte era el de la tercera, la de 250cc., aquél menudo italiano con
sonrisa de niño y alma de héroe: Valentino Rossi.
Tenía muchos menos cuando elegí al primer y gran amor. O
quizá él me eligió a mí. Como a tantos otros que están ahí de sábado a sábado,
de domingo a domingo pensando y viviendo por y para el siguiente partido. Con
devoción, pasión y tantas otras palabras terminadas en –ón.
Más
arrítmicos. Como yo.
Pero por triste que suene cada vez es más difícil. Sobre
todo si ese amor no lo heredas. Precisamente es el ritmo el que lo complica
todo. El ritmo de una sociedad empecinada en alimentarse de dos platos cuando a
lo largo y ancho de la Península Ibérica hay tantos otros diferentes por los
que paladear y saborear, y probablemente más cerca de tu mesa que la crema
catalana o el cocido madrileño. Qué vale, quizá puedan gustarte. Pero que alguien
mecido desde la cuna por las mareas de la Ría de Vigo los prefiera a un buen
plato de marisco… pues como que no. No me caso con este ritmo establecido. De
nuevo digo no y dejo que mi arrítmica capacidad tome el mando.
Dejo que me nuble la vista y haga incomprensible a mi
entendimiento el llanto plañidero que llueve ahora mismo porque dos equipos
perdieron el pase a una final tan inexistente a día de hoy como dada por
sentado hace tres días. ¿Cómo se puede perder una final incluso antes de ser tú
el destinado a jugarla? ¿Cómo se llora a un equipo que nunca disfrutaste en
persona, está a cientos y cientos de km. de distancia y no hay nada PERSONAL
que te una a él?
No lo entiendo. No entiendo este ritmo que envuelve el mundo
del fútbol.
Pero no duele, la ignorancia no reconocida por el ignorante
no puede ser llorada por ojo ajeno. Seguiré con mi arrítmica preferencia de
amarte a ti, Celta de Vigo.
Mi más sincero pésame a tantas almas que en la vida sabrán
lo que significa una celebración sin retórica anual. Sin que un campeonato no
signifique nada si no hay otra dupla que lo convierta en triplete. Sin que la
palabra “fracaso” se utilice tan a la ligera. Sin convertir el “drama” en el
gigoló de un par de derrotas anuales.
Me quedo con la comodidad de lo hogareño y sencillo, puede
que el ritmo de nuestro tic-tac sea más tosco, carente del lustre otorgado por
esa boyante cuenta corriente llamada presupuesto.
Pero es igual de cierto que nuestra bomba sentimental al
alcanzar un objetivo nada tendrá que ver con esas otras de mecha tan corta.
Las glorias, como los buenos placeres, son más auténticas
cuando el tiempo te da el margen de vivirlas sin prisas. Sin el instantáneo
miedo a que el año que viene el acérrimo rival te lo quite. Peleas de gallos en
las que vale más revalidar que saborear el ahora.
Nuestra gloria, esa bomba sentimental que se llevará por
delante todos estos años de división de plata: amarguras, sufrimientos,
taquicardias, sonrisas, lágrimas, diversión, orgullo… está cosida con una mecha
de 5 años de longitud, de memoria, de vivencias, de buenos y malos momentos. De
realidad.
El chispazo destinado a detonar el explosivo se acerca paso
a paso a su destino. Quemándolo todo metro a metro para volar por los aires la dinamita y
recrear en un segundo todo lo que un ser humano es capaz de sentir desde un 17
de junio de 2007 a un 3 de junio de 2012, lo que es capaz de sentir en 1813
días. Entonces miradnos. Mirad la victoria reflejada en cada lágrima, saboreada
en cada grito de júbilo, entonada en cada latido de un modesto corazón que se
encabrita por algo tan “corriente” como dejar Segunda atrás.
Ese día que Plaza América reviente mientras miles de
celtistas implosionan de felicidad, miradnos. No hay millones de billetero que
fichen esa sensación. Y probablemente no pasará de ser una rápida mención en la
prensa de tirada nacional.
Por todo esto perdonad que a mi lagrimal no le apetezca
bailar al ritmo de la llantina que hoy se pide a gritos por esa final que enfrentará
a un inglés y un alemán. Disculpad que mi capacidad emocional sea tan
subdesarrollada para con vosotros. Hoy tengo otro día arrítmico.
Un abrazo a tod@s y ¡Hala Celta!